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Por Wendy Bello

La mayoría de nuestras biblias cuando llegan al relato de la entrada de Jesús a Jerusalén durante su última Pascua lo titulan «la entrada triunfal». Pareciera paradójico si consideramos todo lo que sucedió unos días después. ¿Por qué triunfal si esa entrada a Jerusalén implicaría un cuadro de muerte y dolor? ¿Será que un mejor título hubiera sido «el camino a la muerte» o algo semejante?  Para entenderlo tenemos que analizar los hechos desde otro ángulo, desde la perspectiva de la historia redentora que nos narra toda la Escritura. 

El arribo de Jesús a Jerusalén coincidía con el comienzo de la semana de la Pascua, una celebración que recordaba la liberación de Israel en Egipto. En aquel entonces Dios les libró del yugo de una pesada esclavitud que había durado varias generaciones. Lo hizo por manos de Moisés. Cuando aquel pueblo cruzó el Mar Rojo para luego ver a sus perseguidores quedar atrapados bajo la enorme masa de agua, quedaron libres de la opresión. Dios había sido fiel una vez más. Él es un Dios que rescata, el Redentor. 

Pero ya sabemos cómo continúa la historia. Aunque quedaron libres de ese yugo, uno más pesado todavía les ataba, el yugo del pecado. La necesidad de rescate seguía presente porque una y otra vez este pueblo amado de Dios fue tras otros dioses. Después de esta liberación milagrosa celebraron muchas otras pascuas más, para recordar lo que Dios había hecho, pero también para recordar que el plan todavía no estaba completo. 

Transcurrieron los años y vieron la llegada de grandes líderes, hombres que les guiaron en momentos difíciles, pero que también cayeron y fallaron. David fue un rey como ninguno, un hombre conforme al corazón de Dios, pero un hombre y, por tanto, tampoco él podía rescatar para siempre a Israel. Ni a nadie más. Porque el pecado requería un sacrificio perfecto, un redentor sin mancha, y él no cumplía los requisitos. Ni él, ni ningún otro. Ni tú, ni yo tampoco. 

Así en altas y bajas, en desobediencia y reconciliación, en pecado y arrepentimiento, en exilio y en regreso, en siglos de silencio, Israel seguía esperando el día en que llegara el «bendito del Señor» que describe Salmos 118:25-26. 

Y por fin llegó. Aquel día que Jesús entró a Jerusalén, aunque ellos no lo sabían, algo más grande que lo que sus ojos contemplaban estaba ocurriendo. Los israelitas en realidad esperaban otro tipo de liberación, la liberación de Roma, una liberación política. Eso explica por qué la misma multitud que lo aclamó, usando justamente las palabras de Salmos 118, luego lo condenó. En su ceguera quedaron decepcionados porque el rey que ellos querían era un conquistador, no un siervo sufriente. Sin embargo, Dios estaba siendo fiel al pacto hecho con Abraham, con Moisés, con David, y ahora sellaría un nuevo pacto, uno que los liberaría para siempre. Pero eso no era lo que los habitantes de Jerusalén tenían en mente. 

Sí, por las calles de aquella ciudad estaba entrando el bendito del Señor, el enviado, pero con una agenda muy diferente. Él venía para cumplir la promesa de Genésis 3:15, el que aplastaría la cabeza de la serpiente. Venía para dar libertad a los cautivos, para vencer a Satanás, para traer de vuelta a casa a los hijos de las naciones de la tierra, tal y como le había dicho a Abraham. Para cumplir la ley que se le dio a Moisés. Para ocupar el trono eterno que se le prometió a la descendencia de David. 

Por eso es una entrada triunfal, lo hizo en un asno joven (pollino), como antes había sido anunciado, porque por fin no habría más necesidad de sacrificios que nos permitieran pagar el precio de nuestro pecado, el pecado sería para siempre derrotado, ¡por fin seríamos libres! Por eso la entrada es triunfal, aunque sepamos que le seguirían el dolor y la muerte. 

Las palabras del profeta Zacarías se cumplieron en aquel momento y hoy resuenan en nuestros oídos:

«¡Alégrate mucho, hija de Sión!

¡Grita de alegría, hija de Jerusalén!

Mira, tu rey viene hacia ti, justo, Salvador y humilde.

Viene montado en un asno, en un pollino, cría de asna.» (Zacarías 9:9) 

Tenemos motivo para regocijarnos porque el Rey vino, vino a nosotros. No le importó la humillación, hacerse hombre, sufrir, morir. El Rey vino para darnos salvación. ¡El Rey triunfó y por Su triunfo ahora tenemos la esperanza de un día estar junto a Él para siempre! Nosotras podemos gritar con todas nuestras fuerzas: Bendito el que viene en el nombre del Señor. Desde la casa del Señor los bendecimos (Salmos 118:26).

Wendy Bello es escritora y conferencista. Su deseo es enseñar a las mujeres la importancia de estudiar la Palabra de Dios. Escribe para múltiples plataformas y es autora de varios libros, entre ellos el estudio bíblico “Decisiones que transforman.” Ha estado casada por más de 20 años y tiene 2 hijos. Puedes seguirla en Facebook, Twitter y en su Blog.

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